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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

28 de marzo de 2009

Esencia de la Herejía Progresista (1)




por el R.P. Fr. Alberto García Vieyra, O.P.

Tomado de La Quimera del Progresismo,
Colección Clásicos Contrarrevolucionarios,
Buenos Aires, 1981







NUESTRO TEMA



n rigor, el tema pedido y que nos toca desarrollar es: La posición del Progresismo Católico en el cuadro de los pecados contra la fe.
En verdad, el tema desborda el Progresismo Católico como movimiento político-social. Procúrase la explicación de algo más amplio, que llamaríamos las raíces teológico-filosóficas del mismo movimiento, presentado como búsqueda de adaptación de la Iglesia al mundo contemporáneo. Aquellas raíces han llegado a nutrirse con la savia malsana de la Teología Nueva, oscureciendo en lo posible la Teología auténtica y la fisonomía espiritual de la Esposa de Jesucristo.
Algún lugar debe ocupar este movimiento de adaptación, "aggiornamiento" y teología historicista entre los pecados contra la fe; tiene en su haber la muerte espiritual de muchos hermanos nuestros en el sacerdocio y fuera de él; tiene en su haber la agonía de un catolicismo vigoroso, incapaz de enfrentar las insolencias del error contra la Iglesia Católica y aun contra la catequesis más elemental.
El problema actual de este movimiento(1) es identificar o confundir: lo sagrado y lo profano; lo natural y lo sobrenatural; la Iglesia y el mundo; la Teología reducida o sustituida por una antropología naturalista; la concepción de un Dios lejano que no interviene en el mundo del hombre. Todo esto está en pugna con la teología católica y las enseñanzas auténticas de la Iglesia. Para aclarar digamos: el hombre se vuelve cristiano por el carácter sacramental del bautismo; buen cristiano por la gracia santificante y las virtudes infusas.
El problema actual de lo sagrado y lo profano, de la Iglesia y el mundo, etcétera, no puede resolverse en un problema de tensiones entre sagrado-profano, Iglesia-mundo (Schillebeeckx-Metz); o bien por el grado mayor o menor de autonomía de hombres o instituciones con respecto a la fe o a la religión; tampoco es problema para ser resuelto por las circunstancias históricas. Por eso es menester destacar el carácter de cristiano que el hombre recibe en el bautismo; por el cual deja el paganismo para entrar en el mundo nuevo de la fe.
Para la nueva iglesia, para la iglesia del progresismo católico, el hombre nace cristiano o semi-cristiano; para la Iglesia Católica, el hombre nace pagano; y en el acto del bautismo recibe el carácter y la gracia de cristiano.
Se ha buscado una teología que justifique la adaptación de la Iglesia al mundo, de lo sobrenatural a lo natural, que ha abierto los caminos a los pecados contra la fe, a la herejía y a la apostasía; por lo menos, propone una "renovación de la vida religiosa" (como en las publicaciones CLAR), que conduce al abandono de la vida religiosa.
La teología "buscada" tiene, por lo menos, muchas afinidades con la de Miguel du Bay (Bayo) condenado por San Pío V el 1 de octubre de 1567.


LA FE Y LOS PECADOS CONTRA LA FE

La teología es siempre una explicación de la Fe; no es per prius una explicación de los acomodos entre la fe y el mundo. En la búsqueda afanosa de adaptación, podemos desvincular nuestra teología de su objetivo propio que es explicar el contenido de la fe, o sea lo revelado. Entonces el contenido de la fe queda relegado a segundo plano y en vías de desaparecer.
La trascendencia de la fe nos explica la importancia de los pecados contra le fe.
La fe es lo primero que pedimos al acercarnos, en nombre propio o de otro, a la pila del agua bautismal. ¿Qué pides a la Iglesia de Dios?; responde: la fe; la fe ¿qué te ofrece? La vida eterna. La vida eterna viene prometida a la fe sobrenatural del creyente. Efectivamente, la práctica de la liturgia bautismal tiene buenas razones. Sin la fe es imposible agradar a Dios, dice San Pablo (Heb. 11,6). El concilio de Trento comenta estas palabras inspiradas: "Somos justificados por la fe porque la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y la raíz de toda justificación" (Decreto sobre la justificación, c.8; Dz. 201 ).(2)

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Hacia el altar del sacrificio




por Juan Manuel de Prada


Tomado de ABC







ASTARÍA leer un poco a Aristóteles para entender las razones de la crisis arrasadora -auténtica plaga bíblica- que estamos padeciendo. Aristóteles define la economía como «la administración razonable de los bienes que se necesitan para la propia vida», es decir, administración de los bienes naturalmente necesarios. Y, frente a la ciencia de la economía, sitúa la «crematística», que es el «arte de enriquecerse sin límites». La crematística es perversión de la economía, mediante la conversión de la riqueza en «ídolo de iniquidad»; consiste en sustituir la naturaleza económica del dinero (instrumento de cambio que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza crematística, en la que el dinero puede producir frutos que aumenten nuestras riquezas, como las vacas producen leche. Pero frutos sólo pueden producir las cosas que no se consumen con el uso; y el dinero es, por naturaleza, consumible: se consume cuando lo gastamos; y se consume también cuando lo prestamos. La conversión del dinero en «ídolo de iniquidad» consiste, precisamente, en hacer creer a la pobre gente engañada que el dinero se puede ordeñar como si fuese una vaca; fantasmagoría que en el Occidente cristiano fue introducida por el calvinismo, y que el liberalismo incorporó como dogma de la nueva idolatría. Ahora asistimos acojonaditos al derrumbamiento de esta idolatría.
Para que la economía degenerase en crematística hacía falta que la idolatría del dinero adquiriera rango de culto universal. Y para ello hubo que excitar en la pobre gente engañada el deseo -concupiscencia-de bienes innecesarios para la propia vida; hubo, en fin, que aumentar sus vicios, aumentando sus riquezas. Y como los vicios generan esclavitud y dependencia, las pobres gentes engañadas dieron en consumir ilimitadamente, para poder subvenir sus vicios de forma ilimitada. La producción de bienes, que debe ser controlada en consideración del bien común, se descontroló en beneficio de la idolatría, a la vez que se satisfacían las ansias de consumo de la pobre gente engañada. Los bancos empezaron a «fabricar» dinero que no existía, un dinero cuyo propósito ya no era subvenir las necesidades naturales, sino avivar la concupiscencia de la pobre gente engañada, exacerbando los vicios existentes y creando vicios nuevos. Y para que dicha exacerbación fuese descontrolada -sin límites- se idearon nuevos instrumentos de «fabricación» del dinero -tarjetas de crédito- y mecanismos publicitarios de incitación al consumo.
Dicen con involuntario cinismo los «expertos en economía» -lastimosos medioletrados que jamás leyeron a Aristóteles- que esta es, sobre todo, una «crisis de confianza». Y, en efecto, ha bastado que por un segundo fallase la «confianza» en la fantasmagoría para que la ilusión se desmoronase y la plaga se desatara. Pero no les basta con habernos mantenido engañados mientras duraba la idolatría; ahora que la idolatría se derrumba y el dinero ya no se puede ordeñar, pretenden ordeñar nuestra credulidad... y nuestro bolsillo. Y nos ocultan que los bancos están quebrados, nos ocultan que la fantasmagoría se ha disipado, en la creencia de que nuestra dependencia de los vicios que artificialmente provocaron en nosotros nos obligará a asumir las privaciones más ímprobas, con tal de poder disfrutarlos de nuevo en el futuro. Se disponen a saquear nuestros ahorros, a apedrearnos de impuestos y exacciones, a privarnos de los bienes naturalmente necesarios, a cambio de mantener en pie la idolatría. Todavía tienen que perpetrar el sacrificio último; todavía tienen que ordeñarnos hasta la consunción. Y confían en que, de la mano de su falso mesías negro, caminemos dóciles, como corderos al matadero, hacia el altar del sacrificio.

Id a Tomás. Principios fundamentales del pensamiento de Santo Tomás (12)




por Eudaldo Forment


Tomado de Gratis Date

12

El ser, acto y perfección



pesar de su importancia en el orden causal, el bien no tiene una primacía absoluta, porque se fundamenta en el acto de ser. Como dice el Aquinate,

«así como es imposible que algún ente sea sin tener el ser, así es necesario que todo ente sea bueno, por esto mismo que tiene ser» (De veritate, q. 21, a. 2, in c.).

El bien se constituye y fundamenta en el ser, y, por ello, tanto la perfección como la perfectividad, que supone el bien, es la del acto, que es perfección. «Toda cosa es perfecta en cuanto es en acto» (Summa contra Gentiles, I, 28.) y «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo» (De Potentia, q. 2, a. 1, in c.). La concepción del ser como acto y perfección primera y básica es otro principio fundamental, que podría añadirse a las «tesis tomistas» y que ya está ímplicita en las tres primeras tesis.

El ente es el primer conocido del entendimiento, lo que éste primeramente concibe, por ser el objeto formal propio del mismo, o el aspecto bajo el cual alcanza lo que conoce. De ahí que sea lo último que se encuentra en todo análisis conceptual. No se le puede, por tanto, añadir nada que no sea también ente. Según Santo Tomás, «en esto se apoya Aristóteles para probar, en su Metafísica, que el ente no puede ser un género» (De veritate, q. 1, a. 1, in c. Cf. Aristóteles, Metafísica, II, 3, 998b 20-30). Es un concepto único, pero no únivoco como lo es, en cambio, todo género, sino que posee una unidad proporcional, y, por ello, es análogo.

Si se afirma que el ente «se divide en diez géneros» (De ente et essentia, c. 1), no se significa que lo hace como un género en otros géneros o subgéneros, sino como un concepto análogo se diversifica en sus analogados. El concepto de ente no posee unidad, propia de las nociones unívocas, sino una unidad analógica o proporcional. Sus analogados están contenidos de modo actual e implícito en esta unidad proporcional.


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28 de Marzo, San Juan de Capistrano, Confesor




os cuarenta años de vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi exactamente en la Primera mitad del siglo XV, puesto que ingresa en la Orden a los treinta años de su edad, en 1416, y muere a los setenta, en 1456. Si recordamos que en este medio siglo se dan en Europa sucesos tan importantes como el nacimiento de a casa de Austria, el concilio, luego declarado cismático, de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos, y añadimos después que en todos estos acontecimientos Juan de Capistrano es, más que partícipe, protagonista, se estimará justo que le califiquemos como el santo de Europa.

Juan de Capistrano, ya en su persona, parecía predestinado a su misión europea, pues, más que de una sola nación, era representativo de toda Europa.

Es europeo el hombre: italiano de nación, porque la villa de Capistrano, donde nace, está situada en los Abruzzos, del Reino de Nápoles; francés, si no por familia, como algunos autores creen, a lo menos por adopción, pues su padre era gentilhombre del duque de Anjou, Luis I; por la estirpe Procedía de Alemania, según las "Acta Sanctorum" de los Bolandos, que sigo fundamentalmente en este escrito; por ciudadanía, hablando lenguaje de hoy, podría decirse español, al menos durante un tiempo, como súbdito del rey de Nápoles, cuando lo era Alfonso V de Aragón; por sus estudios y vida seglar, ciudadano de Perusa, a la sazón ciudad pontificia; húngaro también, pues los magyares lo tienen por héroe nacional y le han alzado una estatua en Budapest, y por su muerte, en fin, balcánico, pues falleció en Illok, de la Eslovenia.

En cuanto al santo, esto es, el hombre que se santificó en el apostolado, era, si cabe, aún más europeo, ya que se pasó la vida recorriendo Europa de punta a punta. A pie o en cabalgadura hizo y deshizo caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia; por el sur, desde España, aunque su paso por nuestra patria fuera fugaz, hasta Servia.

La fama de su santidad fue también universal. Corría de una a otra nación y en todas partes se le conocía con el nombre de "padre devoto" y "varón santo". Fue popular en toda Italia, en Austria, en Alemania, en Hungría, en Bohemia, en Borgoña y en Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades europeas.

27 de marzo de 2009

Como se pide

"Beatus Vir" by Monteverdi


Claudio Monteverdi

Compositor italiano, la figura más importante de la transición entre la música renacentista y la barroca. Nació en Cremona en el seno de una familia humilde, hijo de un barbero que ejercía la Medicina de manera ilegal. Estudió música con el famoso teórico veronés Marco Antonio Ingegneri, entonces maestro de capilla de la catedral, que accedió a mostrar al niño y a un hermano, Giulio Cesare, las claves de la polifonía renacentista. Claudio reveló pronto un inmenso talento. A los 15 años, en 1582, Monteverdi compuso su primera obra, un conjunto de motetes tripartitos, y en 1605 ya había compuesto 5 libros de madrigales, donde se aprecia una evolución desde texturas suaves en los primeros dos libros (1587 y 1590) con influencias de Luca Marenzio, a un planteamiento más disonante e irregular que potencia el significado de cada palabra en los libros tercero y cuarto (1592 y 1603) con influencias de Giaches de Wert, fallecido en 1596, al que conoció cuando trabajaba para el duque de Mantua Vincenzo Gonzaga en 1592. Monteverdi comenzó a interesarse por los dramas musicales experimentales de Jacopo Peri, director musical en la corte de la familia de los Médicis, y por obras similares de otros compositores de la época. En 1599 se casó con Claudia de Cataneis, hija de un intérprete de viola.

En 1607 se estrenó Orfeo, favola in musica, su primer drama musical surgido de la colaboración del músico con Alessandro Stringgio, autor del texto y funcionario de la corte del duque de Mantua. Esta ópera, superior en estilo a las escritas hasta el momento, representa tal vez la evolución más importante de la historia del género, imponiéndose como una forma culta de expresión musical y dramática. A través del hábil uso de las inflexiones vocales, Monteverdi intentó expresar toda la emoción contenida en el discurso del actor, alcanzando un lenguaje cromático de gran libertad armónica. La orquesta, muy ampliada, era utilizada no sólo para acompañar a los cantantes, sino también para establecer los diferentes ambientes de las escenas. La partitura de Orfeo contiene 14 partes orquestales independientes. El público aplaudió esta ópera con gran entusiasmo y su siguiente ópera Arianna (1608), cuya música se ha perdido, excepto el famoso 'Lamento de Ariadna', consolidó la fama de Monteverdi como compositor de óperas.

El lenguaje armónico de este compositor ya había suscitado fuertes controversias. En 1600 el canónigo boloñés Giovanni Maria Artusi publicó un ensayo atacando, entre otros, dos de sus madrigales por sobrepasar los límites de la polifonía equilibrada, objetivo de la composición renacentista. Monteverdi se defendió en un escrito publicado en 1607, en el que argumentaba que, mientras el estilo antiguo, que él denominaba prima prattica, era adecuado para la composición de música religiosa (y él así lo hizo durante muchos años), la seconda prattica, donde "las palabras son dueñas de la armonía, no esclavas", era más apropiada para los madrigales, composición en la que resultaba vital poder expresar las líneas emocionales del texto. El gran logro de Monteverdi como compositor de óperas fue combinar el cromatismo de la seconda prattica con el estilo monódico de la escritura vocal (una línea vocal florida con un bajo armónico simple) desarrollado por Jacopo Peri y Giulio Caccini.

En 1613 Monteverdi fue nombrado maestro de coro y director de la catedral de San Marcos de Venecia, uno de los puestos más importantes de aquella época en Italia. También se le nombró maestro de música de la Serenísima República. Desde ese momento compuso numerosas óperas (muchas de ellas se han perdido), motetes, madrigales y misas. Para componer música religiosa, Monteverdi utilizaba gran variedad de estilos que iban desde la polifonía de su Misa de 1610 a la música vocal operística de gran virtuosismo y las composiciones corales antifonales (derivadas de los predecesores de Monteverdi en Venecia Andrea y Giovanni Gabrieli) de sus Vísperas, asimismo de 1610, tal vez su obra hoy más famosa.

La obra Selva morale e spirituale, publicada en 1640, es un enorme compendio de música sacra donde vuelve a apreciarse toda la gama de estilos que usaba Monteverdi. En sus libros sexto, séptimo y octavo de madrigales (1614-1638) se alejó aún más del ideal renacentista polifónico de voces equilibradas y adoptó estilos más novedosos que enfatizan la melodía, la línea del bajo, el apoyo armónico y la declamación personal o dramática. En 1637 fue inaugurado el primer teatro de la ópera y Monteverdi, estimulado por la entusiasta acogida del público, compuso una nueva serie de óperas, de las cuales sólo conocemos Il ritorno d'Ulisse in patria (1641) y La coronación de Poppea (1642). Estas obras, compuestas al final de su vida, contienen escenas de gran intensidad dramática donde la música refleja los pensamientos y las emociones de los personajes. Estas partituras han influido en muchos compositores posteriores y todavía se mantienen en el repertorio actual.

Monteverdi falleció el 29 de noviembre de 1643 en Venecia, dejando una extensa obra que influiría en toda la música posterior. Tras celebrarse simultáneamente solemnes exequias en la Catedral de San Marcos y en Santa Maria dei Frari, sus restos fueron enterrados en esta última.

Sus obras se suelen clasificar de acuerdo con el catálogo Stattkus.


2005 TMEA All-State Mixed Choir conducted by Simon Carrington accompained by Thomas Jaber and the Texas State Orchestra.





Beatus vir qui timet Dominum
In mandates ejus volet nimis
Potens in terra erit semen ejus
Benedicetur generatio rectorum
Gloria et divitiae in domo ejus
Et justitia ejus manet in saeculum saeculi
Exortum est in tenebris
Lumen rectis misericors et miserator et justus
Jucundus homo
Qui miseretur et commodat
Disponet sermones suos in judicio
Quia in aeternum non commovebitur
In memoria aeterna
Ab auditione mala non timebit
Paratum cor ejus confirmatum est
Non commovebitur donec despiciat inimicos suos
Dispersit dedit pauperibus
Justitia ejus manet in saeculum saeculi
Cornu ejus exaltabitur in gloria
Peccator videbit
Et irascetur dentibus suis
Fremet et tabescet
Desiderium peccatorum peribit
Gloria Patri et Filio
Et Spiritui Sancto
Et nunc et semper et in saecula saeculorum, Amen.

Sermón de S. Ex. Mons. Alfonso de Galarreta



Seminario de La Reja, 15 de enero de 2009

n el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Queridos Padres, queridos seminaristas, queridísimos fieles:

Quisiera aprovechar esta primera ocasión en que puedo dirigirles la palabra para referirme a los dos acontecimientos tan importantes que ocurrieron durante este verano, y quisiera dar una visión más bien general, es decir desde los principios –desde el punto de vista sobrenatural–, para que quede claro cuál es nuestra posición, la posición de la FSSPX, y cuál tiene que ser la línea que nos guíe a través de nuestros combates.

Primer acontecimiento importante

Y en primer lugar, en orden cronológico, tuvo lugar el decreto sobre las supuestas excomuniones; el decreto de levantamiento de las supuestas excomuniones. Y nuestra posición ha sido muy clara antes, durante y después de este decreto. Siempre hemos afirmado y siempre hemos mantenido que esas censuras eran absolutamente nulas, de hecho y de derecho.

Aquel acto del año '88 –las consagraciones episcopales– no solamente fue un bien, sino que fue un bien supremo, en razón del estado de necesidad en que está la Santa Iglesia. Fue un acto para salvaguardar el verdadero sacerdocio católico y, por lo tanto, la verdadera Fe católica. Fue un acto en defensa de la Santa Iglesia, para la supervivencia de la Santa Iglesia y, por lo tanto, es evidente que no puede ser objeto de ningún tipo de condenación.

Pero, sin embargo, es también evidente que, a los ojos del común de la gente, sí estábamos excomulgados: a los ojos de la opinión pública, a los ojos del resto de la Iglesia a quienes no llegan nuestras explicaciones o nuestros argumentos, estábamos condenados. Y sobre todo estaba condenada la Tradición católica, la verdadera Fe católica. Y por eso nos alegramos del decreto.

Ya saben que pensar es distinguir. Lo propio de la inteligencia es distinguir. Hay que distinguir entre los aspectos distintos de las cosas. Nos alegramos y agradecimos –porque lo cortés no quita lo valiente, y el respeto y la caridad son una obligación de todo buen cristiano–, nos alegramos y agradecimos ese decreto, precisamente en cuanto nos quita ese estigma, en cuanto quita esa condenación a lo que representamos, que es la verdadera Tradición católica, que es la verdadera Fe católica. Y ese primer aspecto allana el camino para que podamos discutir sobre doctrina, sobre Fe, con esta Roma.

Y en segundo lugar es evidente que esa medida quita un obstáculo mayor en muchas almas para que puedan acercarse a nosotros y para que puedan acercarse a la Tradición. Y es lo que está pasando. Después del Motu Proprio, y aún más especialmente después del decreto, hay muchísima gente que se está acercando a la Tradición, y muchos sacerdotes que antes tenían miedo y ahora vienen a aprender la misa, por ejemplo, en nuestros prioratos.

Ahora, que nos alegremos de eso no quiere decir que el decreto en sí mismo nos parezca bueno. Es evidente que ese decreto no responde ni a la realidad, ni a la verdad, ni a la justicia. Entonces, queda pendiente una verdadera rehabilitación, y no tanto de nosotros los cuatro obispos de la Fraternidad, sino especialmente de todos aquellos que conformamos la pequeña familia de la Tradición, y muy especialmente la rehabilitación de Mons. de Castro Mayer y de Mons. Lefebvre. Eso queda pendiente.

Pero, es evidente para quien reflexiona un poco, que esta Roma actual no podrá hacer esa rehabilitación si antes no entiende que obramos movidos por el bien común de la Iglesia y por el estado de necesidad, y para eso tiene que reconocer que hay un problema grave de apostasía de la Fe pero en ellos mismos. Es imposible pretender esa rehabilitación actualmente cuando precisamente lo que queremos es hablar para hacerles ver, con la gracia de Dios, que andan lejos de los caminos de la Fe.

En tercer lugar, y lo hemos dicho muchas veces y lo repito, desde que nosotros, los sucesores de Mons. Lefebvre, entramos en contacto con Roma, dejamos claro que excluimos absolutamente un acuerdo puramente práctico. Ni lo buscamos, ni lo aceptamos ni estamos dispuestos a recibirlo. Sabemos que eso sí sería el fin de nuestro combate, porque ¿cómo podemos obedecer y ponernos a las órdenes de aquellos mismos que nos mandan la demolición sistemática de la Fe y de la Iglesia, abrazando el modernismo y el liberalismo?

Y eso ha sido así antes, durante y después del Motu Proprio y del decreto de las excomuniones. Sin embargo –y esa es también nuestra posición, posición prácticamente unánime de la Fraternidad–, estamos dispuestos a una confrontación doctrinal con Roma. Estamos dispuestos a ir a dar testimonio de la verdadera Fe allí donde debemos y allí donde realmente se puede resolver esta crisis de la Iglesia, que es en Roma.

Y de hecho, para ilustrar que ésta es nuestra posición real, ahí tienen hace ya años los hechos delante de los ojos –para que vean qué es lo que realmente hacemos–, ya van varias veces que rechazamos acuerdos puramente canónicos y acuerdos puramente prácticos.

En enero, en los días en que se publicó el decreto –que nosotros recibimos antes, naturalmente– se nos ofrecieron dos veces soluciones canónicas absolutamente superiores a las que han aceptado gente como los sacerdotes de Campos o como los del Instituto del Buen Pastor. Es decir, se nos ofrecían soluciones canónicas, prácticamente sin condiciones, y sin embargo las rechazamos. ¿Por qué? Porque eso nos pone en una ambigüedad respecto a la confesión pública de la Fe. Y, en segundo lugar, porque eso nos lanza en la dinámica de un acuerdo puramente práctico que nos pone, en el orden real, bajo sus órdenes y su influencia.

Y el documento –la carta reciente del Papa a todos los obispos católicos, carta realmente interesante y que hay que saber leer, distinguiendo, justamente– viene a confirmar que Roma, por fin, acepta lo que fue siempre nuestra propuesta. Y es que, luego de quitar esos dos obstáculos –que eran la prohibición de la Misa y las censuras canónicas–, podamos comenzar las verdaderas discusiones doctrinales, es decir, sobre el Concilio Vaticano II y las enseñanzas posconciliares. Y eso es lo que Papa propone y lo que el Papa anuncia. Y por eso van a asociar a la Comisión Ecclesia Dei la Congregación de la Doctrina de la Fe. Es decir, por fin reconocen que la cuestión es doctrinal y de Fe, y por fin aceptan discutir y aceptan poner en discusión el Concilio Vaticano II. Eso, en todo caso a nuestros ojos, es un gran paso.

Tampoco, evidentemente, se nos escapa que es una lucha desproporcionada. No ignoramos la desproporción de este combate, que es como el de David y Goliat. Somos muy poca cosa, tenemos muy pocos medios frente a todo lo que representa esta institución y esta maquinaria del Vaticano. Sin embargo –y ciertamente tomaremos las cosas con mucho cuidado y con mucha prudencia–, no crean que vamos a ir de cualquier manera, ni en cualquier condición. Que vayamos a ir no quiere decir que estemos dispuestos a hacerlo de cualquier manera. Lo haremos, en la medida de nuestras posibilidades, con toda la prudencia, vigilancia e incluso desconfianza, sí.

Pero a la vez les recuerdo que fue David el que ganó la batalla, y no Goliat. Y David ganó la batalla porque su causa era la causa de Dios. Y lo que él buscaba no era su propio bien ni su propia gloria, sino la gloria de Dios; y porque fue en nombre de Dios –in nomine Domini– y porque confió en Dios. No veo por qué tendríamos nosotros que caer en actitudes miedosas, pusilánimes o medio histéricas, porque simplemente tenemos que ir a dar razón de nuestra Fe allí donde tenemos que ir y allí donde sabemos que se va a resolver esta crisis. Es precisamente por lo que estamos luchando desde hace 40 años, por tener esta posibilidad.

¿Y después? Después ya sabemos de quien es la victoria, ya lo sabemos. «Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rom. 8, 31) ¿O acaso tendremos miedo de defender la verdad, de referir a toda la Tradición, todas las enseñanzas de los santos, de los Papas, de los doctores? Debemos tener fortaleza. «Viriliter agite, et confortetur cor vestrum: Obrad varonilmente –dice Dios– y vuestro corazón será robustecido, será confortado» (Sal. 30, 25).

Segundo acontecimiento importante

El otro acontecimiento, que ya saben cuál es y que tuvo como epicentro circunstancial este Seminario de La Reja, requiere también algunas reflexiones y una visión desde lo alto. En cualquier cuerpo moral bien constituido, es evidente que cuando un miembro comete un error o una falta, la obligación de los otros miembros se resume en la caridad. La obligación de sus iguales, de los otros miembros, se resume específicamente en la misericordia. Y aplicado a este caso, tal como lo enseña Santo Tomás, en primer lugar, si se tercia, se trata de la corrección fraterna, que es un acto de misericordia.

Luego, el perdón, el perdón de las faltas, el perdón de las ofensas, y el perdón de las consecuencias de las ofensas o de las faltas.

Y en tercer lugar –dice Santo Tomás–, la tercera obra de misericordia –en ese orden–, es la paciencia: «Soportaos mutuamente» (Efes 4, 2). Lo que no podemos corregir en el prójimo, lo que él no puede cambiar, las consecuencias desgraciadas que se deben sufrir y que recaen sobre todo el cuerpo, tenemos que sobrellevarlas pacientemente. Y eso es un acto de misericordia.

Pero hay un principio que es superior a éste. Y es que en cualquier cuerpo moral bien constituido, el bien común prima sobre el bien particular. Y a fortiori, sobre el interés particular, que no siempre es el bien particular; y a fortiori sobre las opiniones particulares.

Ahora bien, quien tiene el cuidado del bien común no es cada uno de los miembros, sino la autoridad constituida. La autoridad viene de Dios, no de la base. La autoridad es dada por Dios. Y entonces en todo cuerpo bien constituido, como es por ejemplo la Santa Iglesia, o como lo ha de ser, por ejemplo, la Fraternidad San Pío X, todos debemos preferir el bien común al bien particular; y, en segundo lugar, la autoridad tiene que defender, no solamente preferir y amar más, sino que tiene la obligación de defender –para eso recibió la autoridad– ese bien común sobre el bien particular.

Porque está muy bien criticar el liberalismo y criticar el personalismo, pero si después nosotros tenemos actitudes anárquicas o de francotiradores, pues preferimos nuestra opinión o nuestro bien particular al bien común, estamos cayendo en aquello que criticamos.

La segunda observación o reflexión que quiero hacer es que de todos modos no hay proporción entre el motivo, la causa alegada y el efecto violento que se desató contra todos nosotros: contra Monseñor, contra el Papa, contra la Fraternidad y contra la Iglesia. Lo cual demuestra que, en todo caso, solo fue un motivo o una causa ocasional.

Se dice que el árbol no tiene que taparnos el bosque. Efectivamente, que el árbol –que aquí lo tuvimos muy cerca– no nos tape el bosque. En España dicen que cuando se señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo. «Ahí está la luna», y el tonto mira el dedo. ¿El dedo está? ¡Sí, pero está señalando otra cosa! Y lo que está señalando, en mi opinión, es precisamente el temor que tienen al avance de la Tradición –de la causa de la Tradición y de la verdadera Fe– en el seno de la Iglesia oficial. Y el miedo pánico y la rabia que les da que podamos discutir el Concilio Vaticano II y las doctrinas posconciliares salidas del Concilio Vaticano II, es decir, el modernismo y el liberalismo.

Eso es lo que para ellos es intocable. Y esa sí que es una causa proporcionada al ataque violento, mediático, político, etc., de que fuimos objeto.

Entonces, las cosas claras. No es una mala señal... –claro, hay que sufrirlo– pero no es una mala señal. «Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos» –frase que, por cierto, no está en el Quijote, pero es muy a propósito–. Para mí es tal cual. «Ladran, Sancho», señal de que por primera vez les empezamos a molestar de una manera seria.

Se trata por lo tanto de aquello que es normal en nuestro combate. De aquello que es normal, es decir, la persecución, que puede tener diferentes maneras, a veces sorda, a veces más explícita y violenta. Es lo que Nuestro Señor nos ha anunciado: «Si a Mí me odiaron, a vosotros os odiarán» (Jn 15, 18); «Si a Mí me persiguieron, os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Lo mismo dice San Pablo: «Todo aquel que quiera vivir piadosamente en Cristo sufrirá persecución» (2 Tim 3, 12).

Mantener la serenidad en unos momentos cruciales

Entonces, debemos mantenernos serenos. Más bien, es como una confirmación de que no estamos mal encaminados. Es algo que Nuestro Señor nos anunció. Sabemos que a la victoria se llega por la Cruz. Piensen ustedes que harán falta sacrificios, sufrimientos y tal vez martirios para revertir la situación que existe hoy en día en la Iglesia; no entenderlo, es no entender nada del cristianismo.

Entonces, cuando estas persecuciones vienen, guardemos la serenidad, guardemos la fortaleza, la perseverancia, e incluso la alegría. Las Actas de los Apóstoles nos dicen que éstos –los Apóstoles– se alegraban de poder sufrir algo por Cristo, por la Iglesia (Hech. 5, 41). Que yo sepa, Nuestro Señor, en la octava bienaventuranza –que es, según Santo Tomás, la que encierra implícitamente a todas las demás–, nos dice: «Bienaventurados cuando os persigan y cuando digan todo tipo de mal, calumnias y difamaciones, de vosotros a causa de mi nombre: alegraos y exultad, porque grande es vuestra recompensa en el Reino de los cielos» (Mt 5, 10-12). Nos dice «alegraos»; no «entristeceos».

Y me parece que una aplicación buena de todo lo que hemos pasado, para ustedes, queridos seminaristas, es ésta: es bueno que ahora que tienen tiempo y tranquilidad para prepararse, sepan de qué va esto. Esto les indica, es como una primera advertencia de lo que va a venir. Cuantos más progresos hagamos, más nos van a perseguir. Dicho de otra manera, tienen que saber que el sacerdocio católico hoy día es para valientes... es para valientes… y que no valen las medias tintas. Y que, por lo tanto, tienen que aprovechar estos años preciosos que tienen de formación.

Formación que a mi modo de ver tiene tres pilares. En primer lugar –siguiendo el orden natural de las cosas– la doctrina. La doctrina, la formación en la Fe. Por lo tanto la formación intelectual. Los estudios. En primer lugar el seminario es una casa de estudios, en la que brilla – como explicó el P. Olmedo el otro día, el 7 de marzo– especialmente la persona y la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Y también podemos contar los otros estudios que se hacen en el Seminario. No se estudia solamente teología o filosofía, sino también espiritualidad, historia, latín y, sobre todo, Sagradas Escrituras. El sacerdote tiene que ser versado en las Sagradas Escrituras, la ciencia propia del sacerdote.

El segundo pilar, es la piedad. La piedad que engloba la liturgia –todos los oficios, todas las ceremonias, especialmente el santo sacrificio de la Misa, pero también, por ejemplo, el canto–, y también la oración personal. En seis años de seminario deberían ser expertos en oración, y tener una oración personal muy firme y muy bien fundada.

Y si el Seminario es casa de estudio y casa de piedad, es –y no en menor medida, y creo que es tal vez lo que olvidamos más; porque es más difícil– como una escuela de perfección, de santificación. En el Seminario tienen que habituarse a practicar las virtudes, es decir, las obras. Y eso es lo que definitivamente les dará solidez, les dará un sacerdocio posteriormente fecundo y perseverante.

Pidamos entonces en este día a la Santísima Virgen que nos dé a todos la gracia de responder a lo que Dios espera en estos momentos cruciales de la Iglesia; que nos dé la gracia de estar a la altura de lo que se nos pide a todos. Y pidamos especialmente por los seminaristas que comienzan un año lectivo más, para que se formen en profundidad, buscando a Dios, amando a Dios, imitando a Nuestro Señor Jesucristo.

La Santísima Virgen fue bienaventurada por se madre de Dios, fue más bienaventurada por haber creído y fue todavía más bienaventurada por haber practicado la palabra de Dios.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Fuente: Seminario Nuestra Señora Corredentora, La Reja.

27 de Marzo, Festividad de San Juan Damasceno, Confesor y Doctor





or la brillantez de su doctrina y la elegancia abundosa de su elocuencia, la tradición apellidaba a San Juan Damasceno "Crisorroas" (Chrysorrhoas), "que fluye oro". Nosotros le religamos a su ciudad de origen al llamarle Damasceno. De hecho "Crisorroas" y "Damasceno" se emparejan. Pues el apodo antiguo surge espontáneo del ejemplo del río Barada, llamado por Strabón "Crisorroas", porque ha creado el milagro de la ciudad de Damasco. Antes el Barada ha retenido su fluir —agua alimentada por las nieves del Antilíbano y por las lluvias—, apretándolo en estrecho cauce, ahondándolo en profunda garganta. Luego se derrama de golpe, pleno, en la llanura, y surge, como por encanto, en medio de un desierto desolador, una maravilla de floración: canales, surtidores, huertos, frutales, árboles incesantes, jardines, los famosos jardines. Damasco es su única ciudad; pero una ciudad única. El Barada se agota en ella. Al salir, cansado y sucio, sólo a veinticinco kilómetros sus aguas se sumen en la tumba sedienta del desierto.

Lo mismo el Damasceno, el Crisorroas. San Juan es el último Padre de la Iglesia de Oriente. Un río abundante alimentado por dos fuentes: la tradición eclesiástica —las nieves perpetuas que reposan en las cumbres altísimas de los Doctores griegos— y la Sagrada Escritura o el fruto del Espíritu Santo, el agua que el cielo llueve. Sabe Juan, porque Dios le ha dado a conocer el misterio cristiano, que esta agua es su única fuerza. Por eso la retiene y la concentra dentro de la más fiel obediencia; le consagra su vida en servicio pleno y perenne. El día que recibe la ordenación sacerdotal, siendo ya monje de la Laura de San Sabas, rubrica su "profesión y declaración de fe", en la que pronuncia, entre otras, las siguientes palabras: "Me llamaste ahora, oh Señor, por las manos de tu pontífice, para ser ministro de tus discípulos". Y luego: "Me has apacentado, oh Cristo Dios mío, por las manos de tus pastores, en un lugar de verdor, y me has saturado con las aguas de la doctrina verdadera." Traslada así al recinto fecundo de San Sabas el símbolo de su ciudad natal. En San Sabas, con una vida repleta de silencio, de oración y de estudio, va apretando su agua en el cauce de la regla de la fe, libre de desviaciones humanas; la ahonda en la garganta de una humildad de serias profundidades. El milagro final es la explosión de su vida y de su obra; una floración feliz, polifacética, síntesis de toda la escuela de los Padres griegos, sumergida en el aire aromático, vivificante de la santidad. Luego, por diversas causas, la floración y el agua que encerraban dinamismo en promesa para influir en toda la historia subsiguiente, se han estancado a corta distancia en el desierto de un desconocimiento extraño, injustificado. Queda sólo el monumento perenne de la explosión, como Damasco, para solaz, ejemplo y servicio del viandante, de este viajero que es todo cristiano en camino hacia la patria.

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Para leer la biografía completa haga click sobre la imagen del Santo Doctor

Nuevo escándalo desatado por las declaraciones del Papa

Un poco de humor: En distintos medios de la prensa digital francesa se publica la carta que encontrarás traducida más abajo. Como verás, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia:

su regreso a Roma durante una hermosa tarde soleada, el Papa habría dicho a una periodista: « ¡Hoy hace un buen día! ».

Tales palabras han levantado inmediatamente en el mundo entero una inmensa emoción y han alimentado una polémica que no cesa de aumentar.


He aquí algunas de las reacciones:

El alcalde de Burdeos: "¡En el mismo momento en que el Papa pronunciaba estas palabras, llovía a cántaros en Burdeos!. Esta contra-verdad, cercana al negacionismo, demuestra que el Papa vive en un estado de autismo total. ¡Lo cual arruina aún más, por si fuera necesario, el dogma de la infalibilidad pontificia!".

El gran Rabino de Francia: "Como puede alguien pretender que aún pueda hacer buen tiempo después del holocausto".

El Titular de la cátedra de astronomía del Colegio de Francia: "Al afirmar sin matices ni pruebas objetivas que hoy hace buen tiempo, el Papa testimonia una vez más el desprecio bien conocido de la Iglesia por la Ciencia, que combate sus dogmas desde siempre. ¿Puede existir algo más subjetivo y más relativo que ésta noción de "buen tiempo"? ¿Sobre qué experimentos indiscutibles se apoya? Los meteorólogos y los especialistas de la cuestión no han llegado a ponerse de acuerdo en el ultimo Coloquio Internacional de Caracas. Y ahora Benedicto XVI pretende zanjar la cuestión ex cátedra. ¡Qué arrogancia! ¿Acaso veremos pronto encenderse las hogueras para todos los que no admitan sin reserva éste nuevo decreto?".

La Asociación de Victimas del Cambio climático: "¿Cómo no ver en ésta provocadora declaración un insulto hacia todas las víctimas pasadas, presentes y futuras de los caprichos del clima: inundaciones, tsunamis, sequías? Esta aceptación del "tiempo que hace" muestra claramente la complicidad de la Iglesia con los fenómenos destructores de la humanidad, lo cual no puede más que alentar a todos aquellos que contribuyen al recalentamiento del planeta, quienes podrán de ahora en adelante prevalerse del aval del Vaticano".

El Consejo representativo de las Asociaciones Negras: "El Papa parece olvidar que cuando en Roma luce el sol, toda una parte del planeta permanece sumergida en la oscuridad. ¡He aquí un signo intolerable de su desprecio hacia la mitad negra de la humanidad!".

La Asociación feminista Las Lobas: "¿Porqué dice el Papa que hoy está bueno (el tiempo) y no que hoy está buena (la temperatura)? Una vez más el Papa muestra su apego a los principios más retrógrados y arremete contra la legitima causa de las mujeres. Da pena ver que en pleno 2009 mantenga tal posición!"

La Liga de los derechos del Hombre: "Este tipo de declaraciones sólo sirven para ofender profundamente a todas las personas que contemplan la realidad con una mirada distinta a la del Papa. En particular pensamos en las personas hospitalizadas, en los prisioneros cuyo horizonte se limita a cuatro paredes, y también en todas las víctimas de enfermedades raras los cuales no pueden percibir con sus sentidos el estado de la situación atmosférica. En tales declaraciones existe sin duda una voluntad de discriminación entre el "buen tiempo", tal que debería ser percibido por todos, y todos aquellos que perciben las cosas de otra manera. Nuestra asociación piensa denunciar sin tardanza al Papa ante la justicia".

En Roma algunos miembros de la Curia intentan atenuar las declaraciones del Papa, alegando su avanzada edad y también el hecho de que posiblemente sus palabras no hayan sido bien comprendidas. Pero hasta el momento presente dichas tentativas no están teniendo éxito.


Tomado de La Santa Alianza



26 de marzo de 2009

Pergolesi: Salve Regina / Gérard Lesne



Giovanni Battista Pergolesi (1710 1736).

Salve Regina

Gérard Lesne (Countertenor).

Il Seminario Musicale.

Fabio Biondi (Premier violin).
Hiro Kurosaki (Deuxième violin).
Herbert Lindsberger (Alto).
Maurizio Naddeo (Violoncelle).
Ulrich Fussenegger (Violone).
René Clémencie (Orgue positif).

Dir. René Clémencie.

Born at Jesi, Pergolesi studied music there under a local musician, Francesco Santini, before going to Naples in 1725, where he studied under Gaetano Greco and Francesco Feo among others. He spent most of his brief life working for aristocratic patrons like the principe di Stigliano and the duca di Maddaloni.

Pergolesi was one of the most important early composers of opera buffa (comic opera). His opera seria Il prigioner superbo contained the two act buffa intermezzo, La Serva Padrona (The Servant Mistress, 28 August 1733), which became a very popular work in its own right. When it was performed in Paris in 1752, it prompted the so-called Querelle des Bouffons ("quarrel of the comedians") between supporters of serious French opera by the likes of Jean-Baptiste Lully and Jean-Philippe Rameau and supporters of new Italian comic opera. Pergolesi was held up as a model of the Italian style during this quarrel, which divided Paris's musical community for two years.

Among Pergolesi's other operatic works are his first opera La conversione e morte di San Guglielmo (1731), Lo frate 'nnammorato (The brother in love, 1732, to a Neapolitan text), L'Olimpiade (31 January 1735) and Il Flaminio (1735). All his operas were premiered in Naples apart from L'Olimpiade which was first given in Rome.

Pergolesi also wrote sacred music, including a Mass in F. It is his Stabat Mater (1736), however, for male soprano, male alto and orchestra, which is his best known sacred work. It was commissioned by the Confraternità dei Cavalieri di San Luigi di Palazzo (the monks of the brotherhood of San Luigi di Palazzo) as a replacement for the rather old-fashioned one by Alessandro Scarlatti for identical forces which had been performed each Good Friday in Naples. Whilst classical in scope, the opening section of the setting demonstrates Pergolesi's mastery of the Italian baroque "durezze e ligature" style, characterized by numerous suspensions over a faster, conjunct bassline. The work remained popular, becoming the most frequently printed work of the 18th century, and being arranged by a number of other composers, including Johann Sebastian Bach, who used it as the basis for his psalm Tilge, Höchster, meine Sünden, BWV 1083.

Pergolesi wrote a number of secular instrumental works, including a violin sonata and a violin concerto. A considerable number of instrumental and sacred works once attributed to Pergolesi have since been shown to be falsely attributed. Much of Igor Stravinsky's ballet, Pulcinella, which ostensibly reworks pieces by Pergolesi, is actually based on spurious works. The Concerti Armonici are now known to be composed by Unico Wilhelm van Wassenaer. Many colorful anecdotes related by his early biographer Florimo, were later revealed as fabrication, though they furnished material for two nineteenth-century operas broadly based on Pergolesi's career.

Pergolesi died at the age of twenty-six in Pozzuoli from tuberculosis.




I. Salve Regina.





II. Ad te clamamus.





III. Eja ergo.
IV. Et Jesum.
V. O clemens.

La visión cristiano-progre de la historia reciente



Por Pío Moa

Tomado de Razón Española
Comentario del Editor :
es un historiador no católico, proveniente del PCE (partido comunista español), que en su afán de objetividad histórica ha terminado por ser "políticamente incorrecto".


Comentarios:

Se ha alegado a menudo que Moa tendría que ser ignorado porque no es profesor. Con ello, parece sobreentenderse que sólo los profesores son capaces de tener un pensamiento serio o de escribir convenientemente sobre historia. En primer lugar, ello resulta risible, dado que es fácilmente demostrable que no fueron profesores la inmensa mayoría de los hombres y mujeres más sabios de la humanidad. Semejante noción sería particularmente grotesca en países como Inglaterra o Estados Unidos, donde la mayoría de las mejores y más leídas obras de historia no son escritas por profesores. Todo lo que ello pone una vez más de manifiesto es el carácter estrecho, semicerrado, corporativista y endogámico del mundo universitario español a comienzos del siglo XXI.
Stanley G. Payne, hispanista, doctor en Historia por la Universidad de Columbia y miembro de la Real Academia Española de la Historia.[34]
Pío Moa sí que es un historiador serio y riguroso como ha habido muchos otros en la investigación española, Sánchez Barba, Candell, nos permite ver que la historia española sigue viva, siendo magníficamente estudiada y vendiendo mucho.
Ricardo de la Cierva, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de Henares (hasta 1997) y Ministro de Cultura en 1980
En medio del políticamente correctísimo panorama literario español descuella desde hace unos años la obra de Pío Moa. Antiguo militante de formaciones de izquierdas, incluido el GRAPO, pocas personas hubieran podido pensar que alguien tan extraviado hace años alcanzara cumbres de lucidez y sentido común como las transitadas por él en sus libros. (...) La lectura de Moa es sabrosa, interesante y luminosa. No requiere -salvo la excepción ya señalada- de grandes conocimientos previos para poder entenderlo y aprovecharlo. En realidad, este libro [La sociedad homosexual y otros ensayos, Editorial Criterio Libros, Madrid, 2001. ISBN 84-95437-08-2], como otros de Moa, tan sólo requiere para leerlo el despojarse de anteojeras y prejuicios y el deseo de conocer la verdad por encima de propagandas. Cuando se dan esos requisitos previos, el resultado merece innegablemente la pena.
César Vidal, historiador, escritor y periodista
¿Por qué los eruditos españoles (con la única excepción de un escritor que no es profesor universitario y que ha sido deliberadamente marginado por los historiadores del establishment) no han estudiado la represión? ¿Hay alguna barrera ideológica que les prohíbe hacerlo?
Henry Kamen, historiador, miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Barcelona



n 1981, en un foro titulado ¿Es posible la convivencia en España?, Laín Entralgo condicionó la convivencia real a una pública confesión de los errores y crímenes del pasado, en referencia a la guerra civil. A tal pretensión, sentimental y en el fondo vana, opuso R. Salas Larrazábal que la concordia entre los españoles actuales y futuros «tiene muy poco que ver con el arrepentimiento o el empecinamiento de sus antepasados». Salas veía la guerra como un problema de historia; Laín como un problema básico de política actual. Este insistió desde El País: «Durante casi cuarenta años, la pública consideración de los vencidos como antiespañoles, asesinos, horda roja, etc., ha sido entre los vencedores una regla constante. ¡Qué antología de textos podría componerse!» Los horrores reseñados en la Causa General son ciertos -concedió- pero también lo son los crímenes contrarios, por lo cual animó a los partidos entonces en la oposición a elaborar su propia Causa.

«¡Pésima idea!, observó Salas. Un aspecto de la guerra, como de todas, fue la prédica del odio al enemigo y la creación, contra él, de una leyenda de crueldad sin par. Desde luego, ¡qué antología podría componerse con los textos del Frente Popular contra el «fascismo»! ¡Y con los de cada partido de dicho Frente contra sus socios! Sería ingenuo, o algo peor, esperar que fueran a demoler esas leyendas quienes las crearon, es decir, los partidos y los intelectuales y propagandistas a su servicio. De la propuesta de Laín sólo podía salir lo que en efecto salió: una literatura revanchista y empapada de odio, como Víctimas de la guerra y tantos panfletos más, instrumentos de una política actual. ¿A qué vienen, si no, las exigencias de que la Iglesia pida perdón por una guerra cuyos mayores causantes fueron, precisamente, los exigentes? El camino es otro, dice Salas: la guerra «debe relegarse a la historia, y ser tratada con objetividad, humildad, comprensión y amor a la verdad».

Tampoco sirve a la verdad la invocación sentimental de los cuarenta años de supuesta indefensión de los vencidos. Cuando salí de la niñez, con los años sesenta, se hablaba poco de la guerra, y a finales de la década se iban imponiendo, como en el exterior de España, las versiones de los vencidos, llenas de falsedades. En 1981 ya prevalecían por completo esas versiones que «no se someten a crítica y han creado un estado de conciencia que resiste impertérrito a cualquier prueba en contrario», apuntaba Salas. Al estudiar la guerra, yo mismo he debido hacer un esfuerzo constante por cuestionar los viejos tópicos, cuyo pesado influjo sobre el espíritu desafía a los documentos y a la lógica.

Viene esto a cuento por un artículo de Ignacio Sotelo en El País, acerca de las ideas de Laín sobre la historia de España. Artículo merecedor de atención.

«A la generación sobreviviente (de la guerra) -dice Sotelo- le quedaba el compromiso moral de dar cuenta de las causas de la tragedia, para evitar que se repitiese». Y esas causas las expone Laín, en una vasta generalización, como la confrontación entre el catolicismo tradicional y la modernidad: «El mundo moderno es el mal y el error, dicen los tradicionalistas; el catolicismo no es aceptable para el hombre moderno y debe ser relegado al pretérito, afirman nuestros progresistas. Las dos tesis son, además, irreductibles a un proyecto histórico. ¿A qué podían conducir? En España, forzosamente, a la guerra civil».

Las interpretaciones generales, como la de la lucha de clases o, más modestamente, ésta de los católicos y los modernizadores, resultan fascinantes, porque explican los sucesos «a lo grande», por encima de los hechos concretos, siempre fatigosos de aclarar. Pero por lo común los hechos suelen dar buena cuenta de esas generalizaciones excesivas, y así ocurre en este caso. Ante todo, ¿quiénes eran los modernizadores, para Laín? Parece claro cuando cita, en su propuesta de una Causa General desde la izquierda, a «republicanos, socialistas y masones vilmente asesinados». Pero, ¿y los comunistas, socialistas de Largo Caballero y anarquistas, que sufrieron muchas más víctimas? Significativamente, Laín los ignora: se ve que no acaban de entrar en el molde de los modernizadores, al revés que los republicanos, masones y socialistas del sector minoritario de Prieto, se sobreentiende.

Ahora bien, desde 1934, los revolucionarios, y no los supuestos modernizadores, componían, con gran diferencia, la parte principal y más organizada de las izquierdas, y los católicos tradicionalistas se sublevaron invocando, precisamente, el peligro de revolución. Una seudocrítica muy repetida afirma que esa invocación no pasaba de pretexto, pues tal peligro no existía, pero basta comprobar el leve peso de los modernizadores frente a los revolucionarios, y el sabotaje de éstos a aquéllos, para ver el sólido fundamento del temor derechista. Prieto mismo definió la situación, dos meses y medio antes de la revuelta, como insostenible. En 1936 no se planteaba en España ninguna modernización, sino la revolución. Sin esto, la comprensión de la guerra y sus raíces se vuelve imposible.

El conflicto, por tanto, no ocurrió entre modernizadores y católicos tradicionalistas, sino, en todo caso entre éstos y los revolucionarios. Pero dejar esto en claro requiere examinar con mayor detalle el papel real de los supuestos modernizadores.

Lo que Laín llama modernizadores eran en 1936 un apéndice de los revolucionarios. habían tenido su gran oportunidad en 1931, pero su balance difícilmente satisfará ni siquiera a un católico progresista: una oleada de incendios de conventos, bibliotecas, escuelas y obras de arte; una constitución hecha de espaldas a la mitad de la sociedad; leyes como la de Defensa de la República, o la de Vagos y Maleantes, que establecían una dictadura de hecho, con aplicación frecuente de la censura, cierre de periódicos, detenciones arbitrarias, etc.; un plan para eliminar la educación religiosa, con grave perjuicio directo para cientos de miles de personas; brutalidad policial, culminada en Casas Viejas, y manifiesta en el uso de la tortura y en la muerte por la policía, y en solo dos años, de muchos más obreros que la causada en dos decenios por el régimen de la Restauración, o en seis años por Primo de Rivera; miseria popular, reflejada en el aumento de las muertes por hambres, que volvieron a cifras de principios de siglo; auge espectacular de la delincuencia, en especial la política, con atentados, bombazos, etc.

Frente a los hechos, los Laín, Sotelo y otros apelan a las «buenas intenciones» de sus patrocinados, como si nadie más las tuviera: ¡Los republicanos tenían la excelente intención de modernizar el país! Hablan de la reforma agraria, pero ésta fue mal concebida y peor realizada; el impulso a la instrucción pública, aunque al mismo tiempo la contrajeron al excluir a los religiosos, y redujeron su nivel, al introducir en ella miles de maestros más politizados que profesionales; de la autonomía de Cataluña, aunque los republicanos catalanes la utilizaron para socavar la legalidad y sublevarse contra ella, etc. Como era lógico, la oportunidad de los modernizadores pasó pronto, y en noviembre de 1933 ganó las elecciones el centro-derecha. Fue entonces cuando aquéllos dieron toda su talla: simplemente probaron a burlar la voz de las urnas con intentos de golpe de Estado, y desestabilizaron al gobierno legítimo hasta que, en octubre de 1934, se rebelaron los modernizadores catalanes, con el apoyo moral del resto del país, y en connivencia con los revolucionarios socialistas.

Esta realidad se ha disimulado o excusado con el temor al fascismo. Pero el supuesto peligro fascista, al revés que el peligro revolucionario, e ra falso: una falsedad deliberada, urdida por modernizadores y revolucionarios para soliviantar a las masas y encubrir su propio ataque a la legalidad. Estos hechos pueden considerarse hoy día indudables, disimularlos o excusarlos revela un espíritu alarmante, tan poco respetuoso con la democracia y las libertades como el de aquellos sospechosos modernizadores.

Lo ocurrido en octubre del 34 fue mucho más que un error, como cree Laín: fue que el Psoe (salvo Besteiro) y la Esquerra, con apoyo político de los republicanos de izquierda, declararon la guerra al resto de España, cada cual con sus propios objetivos. Pues bien, esa declaración no fue retirada después del fracaso, juzgado momentáneo. Al contrario, los modernizadores no vacilaron en aliarse con los revolucionarios en el Frente Popular, en torno a un programa revanchista. Se ha calificado este programa de moderado, pero creo haber probado lo contrario: reivindicaba de hecho la guerra de octubre y pretendía reducir a la derecha a un papel testimonial, mediante la llamada «republicanización del Estado».

Ganadas las elecciones de febrero de 1936 en circunstancias caóticas, los modernizadores tuvieron su segunda oportunidad, y gobernaron. Pero sus aliados extremistas tenían mucha más fuerza que ellos. Los comunistas (ya entonces muy influyentes) les presionaban para que, desde el gobierno, aniquilasen a la derecha católica y encarcelasen a sus líderes. Los socialistas de Largo Caballero, hegemónicos, propiciaban el desorden con el fin de hacer fracasar al gobierno republicano y heredarlo, sin riesgo de nueva insurrección, e imponer la dictadura proletaria. Y los anarquistas, convencidos de la cercanía de su revolución, contribuían a la violencia. Estas fuerzas pesaban, como he dicho, más que los modernizadores. Y los asesinatos, asaltos a periódicos y locales derechistas, quemas de iglesias, invasiones de la propiedad, etc., se pusieron a la orden del día.

Según una versión muy difundida, la derecha católica y parte del ejército comenzaron a conspirar tan pronto como perdieron las elecciones. La verdad es otra. Hasta finales de mayo no hubo conspiración militar seria, y la derecha centró sus esfuerzos en presionar al gobierno para que cumpliera con su deber más elemental: garantizar el orden público. Pero, en el propio Parlamento, los modernizadores se negaron a cumplir ese deber, mientras comunistas y socialistas amenazaban de muerte a los peticionarios. Ese acto, repetido dos veces, privó de legitimidad al gobierno e hizo pesar sobre la derecha la amenaza, real y próximo, de destrucción. En esas circunstancias, no hubo tal «rebelión contra un gobierno legítimo y democrático», como pretenden muchos -y como sí ocurrió en octubre del 34-, sino contra un gobierno deslegitimado por su falta de voluntad y de capacidad para defender la ley, y por su alianza con los revolucionarios. ¿Dónde está aquí el conflicto entre católicos tradicionalistas y modernizadores? Estos últimos apenas tenían importancia en el drama, arrastrados y desacreditados por su pacto con la revolución.

«Laín -escribe Sotelo- ha sido uno de los pocos españoles que desde el catolicismo ha señalado la responsabilidad de la Iglesia en la preparación espiritual de las guerras civiles y señala como ejemplo la actitud que la Iglesia mantuvo ante la segunda República». Pero esa actitud, aunque recelosa -con buenas razones- fue extraordinariamente moderada y absolutamente alejada del guerracivilismo practicado, en cambio, por sus contrarios. Si de algún modo la política de la Iglesia, reflejada en la CEDA, contribuyó a la guerra fue por su blandura e indecisión, que suscitaron en sus enemigos el desprecio y la idea de no tener enfrente una fuerza seria.

La historia reciente de la Iglesia puede enfocarse de diversos modos. Sus enemigos la tratan como la práctica de una ideología oscurantista feudal o burguesa, diseñada para enturbiar las convivencias y atar al hombre a la servidumbre, la ignorancia y el atraso. Para ellos, su mero carácter religioso la hace enemiga jurada del progreso, y a partir de ahí su actividad, sea cual fuere, queda enjuiciada y condenada automáticamente.

Curiosamente, los católicos progresistas comparten en gran medida esa apreciación y el escaso respeto a los hechos históricos. Solo salvan en el catolicismo a un sector progresista -ellos mismos-, capaz de rectificar la historia anterior y de adaptarse al mundo moderno. Por supuesto, reconocen las agresiones sufridas por la Iglesia, pero aun así tienden a culparla de ellas, achacándole incomprensión con sus enemigos, hacia los cuales le exigen un plus (muy alto) de misericordia y mansedumbre.

Pero con un enfoque laico y «moderno» sólo se puede exigir a la Iglesia lo que a cualquier otra institución, es decir, respeto a la ley, sin ningún plus de ese tipo. Y aunque sobre el democratismo de la Constitución republicana habría mucho que decir, la Iglesia la acató y no así sus enemigos. Pues, indiscutiblemente, el anticlericalismo jacobino y revolucionario fue el que asaltó y destruyó su propia legalidad, y el que promovió la violencia contra los católicos, y no a la inversa. Con todo, Sotelo y «muchos católicos», a imitación de Laín, «siguen esperando de la Iglesia unas palabras de arrepentimiento». Si esos «muchos» hablan como «hombres modernos, el arrepentimiento deben exigírselo a los otros. Y si hablan como religiosos tan exigentes en relación con la Iglesia, harían bien en mostrar la misma exigencia respecto de sí mismos, y examinar los autos de su progresista acción, en los que acaso encontrasen algún motivo para arrepentirse también ellos. Desde un punto de vista laico, al menos, los motivos son sobrados.

Durante la república, el católico presidente Alcalá-Zamora se mostraba muy orgulloso de su progresismo. La izquierda acogía sus pretensiones con crueles mofas, pero ello no le impidió mostrar la mayor comprensión, teñida a veces de temor, hacia Azaña, Maciá o el Psoe, incluido Largo Caballero. Podría entenderse su actitud como caridad cristiana o algo así si no fuera porque se convertía en hosquedad e incomprensión hacia la derecha moderada de Gil-Robles. En el primer bienio, recuerda Azaña, el presidente de la república no molestó a la izquierda, salvo a última hora; pero luego se convirtió en un azote para el gobierno de centro derecha. Contribuyó a destruir el Partido Radical, importante elemento de equilibrio del régimen, impidió a la derecha aplicar su programa, y por fin la expulsó del gobierno en un momento peligrosísimo, abriendo la puerta del poder a una izquierda revanchista. Su comprensión excesiva hacia los violentos y su arrogante hostilidad hacia los moderados, fue, indiscutiblemente, un factor de primer orden en el despeñamiento hacia la guerra.

Algo así cabe decir del PNV. Pese a su extremo clericalismo ayudó al triunfo electoral del Frente Popular, en febrero del 36, al negarse a pactar con las demás derechas. Y cuando se reanudó la guerra, en julio, colaboró con quienes asesinaban en masa a clérigos y cristianos, ofreciéndose para lavarles la cara ante la pésima imagen internacional que esa persecución les valió. Clérigos peneuvistas llegaron a sostener que la persecución se la había ganado la Iglesia española -salvo la vasca-, por su reaccionarismo. Todo lo cual no impidió al PNV traicionar luego al Frente Popular, cuando lo vio perdedor en la contienda.

Esta actitud, displicente o algo peor, hacia las víctimas la encontramos también entre los católicos progres actuales. La tortura y matanza de miles de personas, que murieron perdonando a sus verdugos y «sin una apostasía», como cantó Claudel, impresiona a cualquiera, sea cristiano o ateo. Pero no así a los católicos progres, proclives a murmurar contra las beatificaciones, y partidarios de relegar a un polvoriento olvido a sus correligionarios mártires, mientras insisten en el arrepentimiento de la Iglesia.

Según Laín y Sotelo, «la mayor culpa recae sobre una Iglesia que no mostró con los vencidos ni un ápice de caridad cristiana en el tiempo en que tuvo más poder y más se necesitó su amparo maternal». Esto, dicho así, sin matizar, es simplemente falso. Además, quienes con mayor dureza trataron a los vencidos fueron quizá sectores fascistas o parafascistas, en cuya ala más filonazi militaba Laín entonces, aunque él, personalmente, no participara en las venganzas ni las alentara.

Estas cosas, vistas desde fuera de la religión, podrían motivar el comentario: ¡es asunto de los católicos! Pero en realidad afecta a toda la sociedad. El catolicismo progresista deplora intensamente el apoyo de la Iglesia al régimen de Franco, pero la cosa no tiene ningún secreto. La victoria de Franco salvó indudablemente a la Iglesia de su completa destrucción física en España, y su régimen representaba el valladar contra la revolución. Pío XI había declarado el comunismo «intrínsecamente perverso», por lo que «no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, los que quieren salvar la civilización cristiana. Cierto que un católico moderado como Gil-Robles apostó, al final de la guerra mundial, por un cambio de régimen, pero lo hacía pensando, muy erróneamente, que éste se iba a derrumbar bajo la presión de los aliados, o que éstos iban a entrar en Madrid con sus tanques. Gil-Robles preconizaba, además, un régimen monárquico a duras penas democrático y aun más difícilmente viable en las circunstancias de entonces.

La actitud del Papado hacia el comunismo cambió notablemente en los años 60, y amplios sectores eclesiásticos, en España y fuera, promovieron el «diálogo» con los marxistas, y otras puestas al día. Muchos clérigos, sobre todo en el País Vasco, llegaron a identificar, al menos en buena parte, la misión de la Iglesia con el supuesto objetivo comunista de acabar con la pobreza, y se dedicaron a socavar al régimen de Franco (y el capitalismo, en general). Bien está, si se quiere, pero lo cierto es que el franquismo estaba erradicando la pobreza con muchísima mayor eficacia que los comunistas, los «cristianos por el socialismo» o la «teología de la liberación» en cualquier lugar donde éstos hayan tenido poder. El balance de logros del cristianismo progresista a favor de los pobres es simplemente nulo. En cambio ayudó poderosamente al desarrollo del PCE, de grupos maoístas partidarios de la «lucha armada» como la ORT, y especialmente del terrorismo de ETA. Con estas prácticas, el catolicismo ha sufrido y sufre una de las mayores crisis de su historia. Esta consecuencia podría tener, quizá, poca importancia desde un punto de vista laico, pero no así la causa, es decir, la implicación, abierta o solapada, pero indudable del progresismo cristiano con el comunismo, los separatismos balcanizantes y el terrorismo. Y como esas fuerzas violentas y amenazadoras siguen en acción, quizá fuera más conveniente exigir arrepentimiento a quienes contribuyeron a promoverlas, que a quienes se aliaron, por razones muy comprensibles, con un régimen que los salvó literalmente, y que de todos modos es hoy historia pasada.